Siete segundos…los últimos trescientos metros de la vida de un pibe que había alcanzado su sueño e iba por más. Un poco más allá, los autos subirían a la recta principal del autódromo Juan Manuel Fangio para entrar en la última vuelta de la anteúltima carrera de Turismo Carretera de este año. Allá iría Falaschi, no en la chicana, pero si al final de la recta, seguramente, o en alguno de los siguientes retomes, por la victoria que le permitiera acercarse un poquito más a la posibilidad de pelear para ser el nuevo campeón. Siete segundos. Una eternidad y tan poco…tan poquito. Que si hubiera salido el auto de seguridad, por el despiste de Moriatis. Que si Larrauri, ya advertido con bandera azul, hubiera cedido el paso a los punteros un poco antes. Que si las gomas hubieran contenido al ya desbocado Falcon verde, sin devolverlo a la pista. Que si Ortelli, aún frenando, no lo hubiera empujado hacia el centro del asfalto recién estrenado. Que si no se hubiera levantado tanto polvo. Que si no hubieran volado tantas gomas sueltas. Que si Girolami hubiera frenado. Que si los autos no hubieran venido tan juntos tras re-largar luego de varias vueltas detrás del auto de seguridad. Demasiados “que si….” para sólo siete segundos en los que todo se desmadró irremediablemente. Demasiadas variables en contra…demasiada fatalidad. Cincuenta veces, tal vez sesenta, en todo el fin de semana, había pasado Guido Falaschi, gobernando su reducido continente de ruido, fierros y veloces precisiones, por el exacto lugar en que el domingo moriría sobre su auto de carreras tras ese puñado de segundos fatídicos. Balcarce es peligroso, y sin embargo, es el primer piloto caído, allí, en cuarenta años. Las carreras de autos son peligrosas, pero mucho, muchísimo menos que andar en la calle, o la ruta. Los autos son cada vez más seguros pero, la seguridad, en automovilismo, es teórica y relativa y siempre, siempre, siempre…. se corre detrás de ella, del imponderable, de la concurrencia de variables fatales. Cada piloto de cada categoría lo sabe y sabe a lo que se expone sobre un auto de carreras. Sabe cuán caro puede ser el precio de su pasión. Guido Falaschi lo sabía. No hay, ciertamente, explicación que sirva, que atenúe la bronca, el dolor, la impotencia. Ahora, más allá de la ingenuidad de los que no entienden, y de la mala intención de los que entienden demasiado pero se aprovechan del dolor y del momento, lo único que sirve es pensar para adelante y, en honor a Guido Falaschi, caminar sobre los errores y apuntar, con la mayor certeza posible, a la próxima curva.
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